Corrupción, pobreza, desintegración familiar, abandono y mala presentación del evangelio.
Ironías de una mañana de sábado
Como otras tantas veces voy hacia el Parque Libertad de Santa Ana. Temprano el lugar es fresco y tranquilo. No sé si vengo aquí para que me lustren los zapatos o por disfrutar del ambiente. Don Octavio es un viejecito que, según me ha contado, lleva treinta años lustrando zapatos. Es delgado, sin dientes, encanecido y usa lentes muy oscuros que impiden verle los ojos.Me ha contado que vive en total pobreza en una casucha hecha de plásticos y madera. Su mujer vende fruta de temporada en un canasto minúsculo a unos pocos pasos. Ambos reflejan pobreza en su forma de vestir. Tuvieron hijos, pero ellos han formado ya sus hogares y parece que eso les da la idea de que han quedado exentos de responsabilidades hacia sus padres.
Este parque no parece ser el centro de una ciudad. Casi no hay ruido, solamente las voces de dos evangélicos que desde el kiosco le predican a nadie. Cuando uno termina de cantar presenta al otro, el hermano Manuel, que es quien trae el mensaje. Con megáfono al hombro Manuel comienza una predicación que lucha por apegar a un versículo que encontró en la Primera carta de Juan. No rompen la calma del lugar.
A mis espaldas se encuentran las palomas que adornan el atrio de Catedral. Lo que para los visitantes y los fotógrafos es un atractivo, para el inconcluso edificio católico es un problema de conservación. A mi derecha se encuentra el Teatro de Santa Ana. En condiciones bastante buenas. Durante más de dos décadas un grupo de ciudadanos hicimos fuerza para restaurar el edificio y sus muebles después de haber pasado por abandono, cine, circo y feria del dulce en las fiestas de la ciudad. Ahora el Teatro luce renovado y es objeto de atracción turística.
Por cambios en las políticas hace un par de años nos invitaron a salir del Teatro. Nuevas ideas y propuestas se iban a implementar. Y en el ir y venir de las ideas se olvidaron que en diciembre de 2009 este edificio cumplió 100 años. La efemérides pasó sin sobresaltos. Sin celebraciones, sin planes para el centenario. ¡Habíamos esperado tanto esa fecha! Pero ahora ya no tengo ganas de esperar otros cien años.
Sobre todo porque esta mañana es tan tranquila que, con todo y megáfono, el silencio hace que el tiempo pase más despacio. ¿Será por ello que el reloj del Palacio Municipal se ha detenido? Lleva varios años anunciando que faltan cinco para las siete. Por cierto, si la Alcaldía de Santa Ana fuera una empresa ya habría cerrado. Se encuentra quebrada e hipotecada. Hace unos tres años la Fiscalía secuestró los controles contables y, con este reloj que no avanza, el silencio se comió al tiempo. Y en silencio, aquí se pagan los impuestos más altos del país.
Don Octavio ha finalizado y está agradecido por haber hecho conmigo el nombre de Dios. Paso frente al kiosco, esfuerzo de otros ciudadanos que ya ratos no veo. Pero los del Teatro, ahora seguimos de necios frente al parque en el Centro de Artes de Occidente.
Hacia allí me dirijo para ver cómo van las cosas. Mientras el hermano Manuel anuncia a nadie por cuarta vez que ahora sí termina. Después de todo, es mucho más fácil gritarle el evangelio a las personas desde la distancia que mostrárselos en el diario vivir.
Publicado por Mario Vega el viernes, 3 junio, 2011
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