Corrupción, pobreza, desintegración familiar, abandono y mala presentación del evangelio.
Ironías de una mañana de sábado Como otras tantas veces voy hacia el Parque Libertad de Santa Ana. Temprano el lugar es fresco y tranquilo. No sé si vengo aquí para que me lustren los zapatos o por disfrutar del ambiente. Don Octavio es un viejecito que, según me ha contado, lleva treinta años lustrando zapatos. Es delgado, sin dientes, encanecido y usa lentes muy oscuros que impiden verle los ojos. Me ha contado que vive en total pobreza en una casucha hecha de plásticos y madera. Su mujer vende fruta de temporada en un canasto minúsculo a unos pocos pasos. Ambos reflejan pobreza en su forma de vestir. Tuvieron hijos, pero ellos han formado ya sus hogares y parece que eso les da la idea de que han quedado exentos de responsabilidades hacia sus padres. Este parque no parece ser el centro de una ciudad. Casi no hay ruido, solamente las voces de dos evangélicos que desde el kiosco le predican a nadie. Cuando uno termina de cantar presenta al otro, el hermano Manuel, que es qui