La solidaridad


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La solidaridad ha devenido en la actualidad un valor primordial y necesario para poder llevar a cabo el concepto de igualdad, una de las invenciones más positivas del último siglo, y plasmarlo en la construcción de una sociedad más equitativa, sobre todo cuando se hace patente que la riqueza, la discriminación o las diferencias de carácter social, económicas o políticas, cuando son excesivas, no son fruto de la naturaleza de las cosas, sino producto del acontecer humano, de sus ideologías, creencias y prejuicios, o de sus arbitrariedades y desmanes, perpetrados a lo largo de la historia, y que hoy podemos seguir contemplando en directo gracias a los medios de comunicación, que nos muestran a diario de qué modo la corrupción y la violencia alteran el orden de las cosas, enriqueciendo a los corruptos y a los que no tienen escrúpulos y empobreciendo a gran número de ciudadanos que, además, ven mermadas sus posibilidades sociales, educativas o sanitarias.
Puesto que las sociedades injustas o desiguales se han construido en ese devenir histórico, será a través del perfeccionamiento de ese devenir, de la mejor organización política y social, el modo como se deben paliar las consecuencias indebidas, inmorales e injustificadas que han dado lugar a modos de producción y de convivencia que están más cerca de la animalidad depredadora que de la cooperación humana.

El exceso de riqueza provoca inevitablemente un desmedido poder de unos hombres sobre otros, de unos Estados sobre otros, y esta desproporción no puede cimentar las adecuadas relaciones equitativas necesarias para la convivencia en sociedades que queremos llamar civilizadas y culturalmente avanzadas, que son las que tienen que proteger y ayudar a las más empobrecidas para que éstas puedan salir de ese estado al que han sido conducidas, muy probablemente, por las acciones indebidas y violentas, coloniales o de conquista, por aquellas otras que disfrutan de un bienestar y una riqueza desmesurados logrados por la fuerza, la trampa, el engaño o la corrupción.
La opulencia que puede esclavizar y la pobreza que no puede impedir ser esclavizada son extremos que hay que evitar, al modo aristotélico, y que Rousseau nos recuerda en este aforismo. El ginebrino alertó sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, que él situó en la propiedad privada, testigo que Marx recogió para hacer del pensamiento algo más que mera contemplación e interpretación de lo ya ido, y entendiendo la praxis como el modo, teórico y práctico, en que los hombres deben pensar y transformar el mundo en que viven, procurando que en él se materialicen la justicia social y la igualdad, pues difícilmente podremos vivir en paz mientras existan individuos que habitan en la miseria, en la ignorancia, en la servidumbre y el miedo.
La frase de Karl Marx, o de Piotr Kropotkin, según otros, viene a poner el dedo en la llaga de la solidaridad. Cada cual tendrá que aportar en la medida de sus capacidades para que otros puedan recibir lo que necesitan, y todo ello con la garantía de un sistema político que asegure el cumplimiento de estas premisas, necesarias, sin duda, para que se dé la justicia y que ésta no dependa del capricho o las arbitrariedades de aquellos que posean los medios para paliar las penurias y las carencias de los otros, sino que sea requisito imprescindible de la coexistencia entre iguales y avalada por las leyes. De otro modo estaremos hablando de limosnas, beneficencias y caridades, de parches y de remiendos que, en definitiva, más que paliar las injusticias y las desigualdades, fomentarán su continuidad y su permanencia en un estado de cosas conformista y resignado que mantendrá los egoísmos ilegítimos, es decir, aquellos que preferirán el beneficio y el provecho propios aunque causen males, desgracias, carencias y sufrimientos ajenos.






Por Joaquín Paredes Solís

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